Nacido en Chinchiná Caldas, en 1.972. Tallerista de la desaparecida Casa de Poesía Fernando Mejía Mejía. Su trabajo literario, además de ser publicado en revistas y antologías del país, se recopila en los libros de poesía "Páginas habitadas", (Fondo Editorial de Risaralda, 2.000), "Palabras innecesarias", (Fondo Editorial de Caldas, 2.002), "Por los verdes, por los bellos países", antología poética del Ministerio de Cultura (2.001). En 1.998, obtuvo el primer premio de poesía convocado por el Fondo Mixto de Caldas y el Ministerio de Cultura, y en el 2.002 fue galardonado nuevamente con el primer premio de poesía convocado por la Secretaría de Cultura de Caldas. Ha sido invitado a los festivales internacionales de Poesía de Manizales, Pereira y Bogotá, así como a otros encuentros literarios en el país. Actualmente es colaborador de la Revista Literaria Mesosaurus, con sede en Santa Marta. Reside En Bogotá. Los poemas que se publican son tomados del libro "La tribu del salmón".
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Tuvimos suerte
Tuvimos suerte, señora, sí, de no morirnos todos en la manigua, de no extraviarnos para siempre en sus dominios, de no quedar petrificados en sus pantanos invisibles.
Al comienzo creímos que todo era parte de la aventura: los reptiles venenosos colgados de los árboles como frutos gigantes, las tormentas con su furia inagotable reclinando las cumbres, la ausencia del fuego que sirviera de incienso o de verano, el aullido de animales salvajes rasgándonos la espalda, las raíces que consumíamos contra todos los escrúpulos pretendiendo alimentarnos.
Pero de pronto todo cambió como sucede en mi país hace más de cincuenta años: ya no nos producía asombro aquella tierra que cada vez parecía internarnos más en sus tinieblas, pues sólo sabíamos que era de día por uno que otro rayo de sol que lograba transgredir los ramajes; el hambre comenzó a hacer estragos en nuestros cuerpos hasta dejarnos débiles y torpes de espíritu, y el recuerdo de las familias se hizo más latente en cada desvarío.
Tuvimos suerte, sí, de que esos expedicionarios nos encontraran cuando el abismo nos ofrecía ya sus fauces, de estar ahora contándole estas cosas cuando en las casas nos habían levantado una sepultura a punta de lágrimas.
Sin embargo es doloroso que sólo regresemos dos después de que éramos cinco, que se los haya tragado esa vastedad entre sus altas fiebres tropicales, entre el terror de su espesura que de noche congrega todos los misterios, entre el dolor de unas heridas que no dieron un minuto de sosiego.
Regresar vivo de la manigua, como usted dice, es un milagro. Pero insisto en que quedan los muertos nuestros y a ellos de nada les sirve que nosotros creamos en milagros, que no podamos traerlos de vuelta para regar sus cenizas sobre el asfalto.
Tuvimos suerte, señora, sí, de no morirnos todos en la manigua, de no extraviarnos para siempre en sus dominios, de no quedar petrificados en sus pantanos invisibles.
Al comienzo creímos que todo era parte de la aventura: los reptiles venenosos colgados de los árboles como frutos gigantes, las tormentas con su furia inagotable reclinando las cumbres, la ausencia del fuego que sirviera de incienso o de verano, el aullido de animales salvajes rasgándonos la espalda, las raíces que consumíamos contra todos los escrúpulos pretendiendo alimentarnos.
Pero de pronto todo cambió como sucede en mi país hace más de cincuenta años: ya no nos producía asombro aquella tierra que cada vez parecía internarnos más en sus tinieblas, pues sólo sabíamos que era de día por uno que otro rayo de sol que lograba transgredir los ramajes; el hambre comenzó a hacer estragos en nuestros cuerpos hasta dejarnos débiles y torpes de espíritu, y el recuerdo de las familias se hizo más latente en cada desvarío.
Tuvimos suerte, sí, de que esos expedicionarios nos encontraran cuando el abismo nos ofrecía ya sus fauces, de estar ahora contándole estas cosas cuando en las casas nos habían levantado una sepultura a punta de lágrimas.
Sin embargo es doloroso que sólo regresemos dos después de que éramos cinco, que se los haya tragado esa vastedad entre sus altas fiebres tropicales, entre el terror de su espesura que de noche congrega todos los misterios, entre el dolor de unas heridas que no dieron un minuto de sosiego.
Regresar vivo de la manigua, como usted dice, es un milagro. Pero insisto en que quedan los muertos nuestros y a ellos de nada les sirve que nosotros creamos en milagros, que no podamos traerlos de vuelta para regar sus cenizas sobre el asfalto.